Poesía y Origen: La Escritura Del Tránsito1 por José Carlos Cataño



En agosto de 1939, Witold Gombrowicz es invitado al viaje inaugural del transatlántico polaco Chobry  con destino a Buenos Aires. Ya venía ejercitando una "capacidad de lejanía y rompimiento", y el viaje, un viaje sin retorno al estallar la guerra en su Polonia natal, se convierte en un regalo puesto que le permitirá confraternizar, por espacio de veinticuatro años, con un país joven como Argentina, "inmaduro" e "inferior", poseído de una pasión tan ambivalente como la suya propia con respecto a Europa.

Durante el viaje de 1939 Gombrowicz  apunta en su diario que una noche de insomnio, "navegando cerca de la Islas Canarias", sale a cubierta. Dice que "buscaba algo". La cita, sacada de contexto y envuelta en el misterio, apenas tendría significado si no fuera porque, de regreso a Europa, en abril de 1963, las Islas Canarias vuelven a aparecer en su diario: "El telegrama de Kot Jelenski: me enviará los doscientos dólares. Hasta la fecha el dinero no llega. ¿Quizá en Las Palmas?". Y, un día después: "Quiero mencionar que el 'encuentro' tuvo lugar hoy al amanecer, al nordeste de las Islas Canarias. El 'encuentro', lo escribo entre comillas, esa palabra no da la imagen total".

¿A qué imagen alude Gombrowicz? El desplazamiento en 1939 hacia Argentina lo conduce al anonimato, a confraternizar con lo joven, a nutrir un cosmos literario, donde la belleza reside en la resistencia dialéctica frente a la madurez. Cuando regresa a Europa, a Gombrowicz lo espera el reconocimiento y los honores, el escritor formalizado, definido, lo que siempre detestó.

Este amplio movimiento de ida y vuelta, de diástole y sístole, se cartografía en su vida navegando en las cercanías de las Islas Canarias, que ya aparecían en un cuento en 1932, Los sucesos a bordo del bergantín Banbury: "Nos hallábamos detenidos en los 76 grados de longitud y a unas 450  millas al sudoeste de las Islas Canarias..., pero de canarios no veíamos ni siquiera la sombra. Esos pequeños pájaros de un amarillo dorado temen evidentemente las  distancias  excesivas, prefiriendo saltar de una rama a otra en las espesas copas de los árboles meridionales, donde su canto es mucho más sonoro que sobre el mar".

La imagen a la que se refiere Gombrowicz, el cruce, el encuentro, no es sólo la  de su yo inmaduro y la de su yo adulto. Es también la imagen del conocimiento, que parte en busca de lo caótico para nutrir las formas de una expresión que irá más allá de la belleza, más allá  del propio conocer, más allá del cómo se procedió para lograrlo.


Lo que nos incumbe no es la figura de quien pone pie en las islas, sino la de quien transita entre ellas. Como Blaise Cendrars  cuando de camino a América del Sur divisa las siluetas de las Islas Canarias con el aspecto de las riberas del lago Como. O la velada presencia de Ernst Jünger, quien extrajo de sus visitas a las islas materia para su exaltación de una insularidad metafísica.

Gombrowicz formaría parte, en su tiempo, de la secuencia de rostros asomados a las barandillas de los trasatlánticos de escala en las islas. Frente a los viajeros en tránsito, las islas actúan como sirenas previamente derrotadas y sin necesidad de iniciar su canto. Como aquellos navegantes que desde la cofa del navío contemplaban los perfiles de los barrancos mientras el sol caía por detrás del Volcán y el bauprés enfilaba hacia el oro americano o los vértigos del Sur. Un pasaje de rostros insomnes, prevenido de las sirenas por alguna Circe benévola. Un pasaje con el corazón puesto en otra parte, tal vez mirando hacia Eldorado, como hacía la flota de Sir Walter Raleigh descansando en el Mar de Canarias antes de saltar hacia la selva de Guayana.

Desde el otro lado, en el muelle, el isleño se define por la circunstancia del tránsito. No hace falta remontarse a la oficialidad de Nelson con tiempo para pintar acuarelas del Teide desde el mar.

Imaginemos al isleño en un tiempo más cercano ante las siluetas de los primeros buques de la África Steamship. Mediando el XlX, estos buques enlazaban los puertos británicos con los de África Occidental, el de Santa Cruz de Tenerife entre ellos como escala obligatoria. El 23 de enero de 1895, el  Lusitania, de la compañía Orient Line, regresa por Santa Cruz del que será el primer crucero a las Antillas. Ya no se trata de los cascarones que en las novelas de Naipaul arriban a la isla de Trinidad empujados por la corriente de Canarias. Se trata de un pasaje aristocrático que se inicia en viajes más excitantes que las habituales singladuras por Niza, Capri o Santorini.

Este tipo de pasaje tiene en el isleño un doble momentáneo. Con curiosidad, pero también con recelo, el isleño repasa las vestimentas, las fisionomías de los extranjeros. Sin verse, unos y otros se miran. Ni unos ni otros se encantan mutuamente. El viajero en tránsito prosigue entes del amanecer rumbo a Dakar, La Guaira; Ciudad del Cabo, Auckland... Y el isleño volverá a casa con una sensación de lejanía, de abstracta lejanía emparentada con los alisios, con los surcos que trazan las corrientes en el mar. Esa lejanía, que ignora el punto de destino, tiene que ver con el océano. Detrás de su lomo curvo, al isleño le espera una vida nueva, lo que suscita a un tiempo atracción y miedo; encantamiento.

Ocurre, no obstante, que lo que se recuerda no guarda fidelidad con lo que ha sucedido. O, dicho de otro modo, lo que sucedió sólo parece creíble en tanto se revela en lo presente. Así adquiere validez el juicio de Wordsworth: la poesía no surge cuando se vive una pasión, sino cuando se la rememora en reposo.

El único sentido de la vida es su ausencia de sentido, o cuantos sentidos puedan imaginarse después. Basta con volver la vista atrás, tratar de recordar, tender el arco a través de la distancia. Hacer eso y hacerlo sin temor a la demolición, a la síntesis que nos devuelve las imágenes recordadas.

¿Le interesa al isleño la distancia? A Ulises no le seducía en absoluto la idea de abandonar Ítaca. Hasta se hizo pasar por loco con tal de no acudir a una guerra promovida por un antiguo amor.

Que vive de espaldas al mar, se dice del isleño. Como si fuera un rasgo de su idiosincrasia exclusivo.

Los pueblos ribereños, los pueblos de la costa que han fundado su esplendor a través del mar, también  a través del mar han recibido los terrores atávicos. Así podría entenderse el alivio de Ulises cuando Tiresias le profetiza que morirá tierra adentro.

En el caso de las Islas Canarias, a través del océano llegaron los europeos, los conquistadores, los piratas. En una palabra, la Historia; y, con ella, la Caída.

LA xenofobia parece congénita a los pueblos asomados a la Historia: El extranjero atenta contra la cohesión de la comunidad, contra sus signos de identificación. Pocas sociedades se han distinguido, antes al contrario, por asumir el mestizaje: la energía que emana de la conjunción y la proyección, los trasvases y los intercambios.

Lo forastero es lo desconocido, lo peligroso. La superación de la barrera temible, el océano, es la otra cara que se  revela en el odio o en la prevención frente al extranjero. Del extranjero que es el bárbaro, lo que está más allá de los límites establecidos, pero que puede ser reconocido como el peregrino benefactor.

Supongamos al isleño seducido por las sirenas de la lejanía. La experiencia del tránsito cobra entonces valor más alto porque nos reintegra a la transitoriedad de la existencia.

La sangre parece transfigurarse en las vísperas del viaje. Los amores ultramarinos se confunden con los reclamos de una vida más allá de la muerte. Una vida nueva, cuyo sentido, perfilado por lo que queda atrás -abriéndose a la luz y adquiriendo significaciones insospechadas- se esbozará sobre la estela del viaje. El recuerdo, una vez más, actuará a su antojo. Desdibujará intenciones, gestos, escenas tenidas por trascendentales: Y alzará otros escenarios desde las sombras y los escombros del ser, otorgándoles la intensidad de lo que apunta bien lejos.

La mirada también se transfigura en la víspera. Al isleño lo poseerá la alegría, la liviandad del viajero en tránsito. Su transfiguración, deseada o no, ha dado comienzo. Consciente o no, empieza a ser el extranjero.

La extranjeridad, el espacio propio para la evocación. También para el desengaño, pues aquella vida que se había prometido en otra parte no existe. Seducía en tanto que era realidad inaccesible. No hay morada fija. Cabe siempre un punto más lejano. Más y más alejado toda vez que uno cree que lo alcanza. La vida es ella misma en cualquier parte. Las sirenas de la lejanía conducen a una tierra con límites y, precisamente por eso, puede alzarse libre la visión contraria: las islas que vuelcan al aire sus tentaciones para que el extranjero regrese.

Ulises despierta a veces sobresaltado. Son tantos los años que aplazan su retorno, tantos los extravíos, los encuentros que le prometen abundancia e inmortalidad con tal de retenerlo...

Pero a través de los sueños las islas ofrecen tesoros más preciados: En la distancia, el desarraigado bebe durante el sueño en un manantial de dichosas recuperaciones, las mismas que la vigilia se empeñará en corromper cada mañana.

Fue preciso que Ulises descendiera a los infiernos para obtener noticias de Ítaca. En los infiernos, Tiresias lo previene acerca de las dificultades de una "dulce vuelta" sobre los reinos del iracundo Poseidón. En los infiernos, la madre lo pone al corriente de lo que acaece desde que se ausentó de la isla.

En los sueños, el desarraigado recorre una geografía lejana y familiar. Al día siguiente, creerá reconocer rostros y paisajes en las calles extrañas, en los laberintos del infierno adonde se ha dejado conducir con tal de recuperar lo irrecuperable.

Tal vez nada impida el regreso. Pero, ¿a qué regreso referirse cuando el I Ching especifica hasta cinco clases distintas de regreso?

El fecundo en ardides, Ulises, rinde honor al epíteto demorando el abrazo con Penélope. Y cuando se produce, no tarda en escapar en busca del padre.

Gombrowicz volvió de su exilio transoceánico, no para encontrarse con su padre, difunto, ni con Polonia, donde las nulas simpatías gubernamentales desaconsejaban un reencuentro. Tras un año becado en Berlín, y casi reconciliado con lo francés, eligió la sombra de los Alpes Marítimos y Saint-Paul de Vence, donde transcurrieron los que serían los últimos años.

Quien se sumergió en lo inmaduro, luchando por expresar el balbuceo de un pensamiento originario, ahora disponía de artificios para rendir cuentas del cerco en torno a las huidizas estructuras de la realidad.

Porque para liberarse de las formas hay que conquistarlas. Para referir el caos, hay que abandonarlo. En Gombrowicz, el fruto de esa lucha paradojal se llama Cosmos. Ordenación, obra de arte, parodia. La técnica alcanzada en esta novela es, a la vez, triunfo y derrota. El viejo Gombrowicz, atrapado en la máscara que habrá construido -"Witold Gombrowicz"-, no obstante nos ofrecerá un canto último a la desnudez por siempre joven: Opereta.

Cerradas las páginas de los grandes viajes, dos poetas costeros, nacidos en el mismo año, celebraron la vibración del tiempo sobre el horizonte marino: Pessoa y Kavafis, 1907. Lisboa y Alejandría, ciudades del recuerdo. Dos vidas consumidas en oficinas litorales, como en el caso de los isleños Alonso Quesada y Saulo Torán. A través de su heterónimo Álvaro de Campos, Pessoa exalta la lejanía, la distancia abstracta. Kavafis, que amó la vida anclada en habitaciones con los espejos oxidados, concibe en su poema Ítaca un ideal de vida en la figura del isleño errante.

Supongamos que el regreso es posible, y que el isleño lo desee. ¿Sucumbirá al encanto de las sirenas que median en el camino de vuelta?

Decía Kafka, que las sirenas poseen un arma más terrible que el canto melodioso que les atribuye la Odisea: el silencio.

Encantamiento: seducción pero al mismo tiempo terror. Volver transfigurado, "los miembros de hierro, la piel sombría, el ojo furioso", como escribió Rimbaud. Pero ¿y si quien regresa no es reconocido?

Volver transfigurado comporta exponerse a pasar inadvertido. Recíproco no reconocimiento. Lo padecen el que regresa y el que no se ha movido del lugar. Porque ¿acaso  es ésta la isla que el desarraigado rememoraba al otro lado de la distancia? No es ésta, ciertamente, en la que el recién llegado comprueba las dentelladas del tiempo que en otra tierra fue incapaz de percibir, porque todo él, estando allá, era pensamiento dirigido hacia aquí, mirada intacta, esplendor del anhelo. La isla, tocada por el fuego y el salitre, se convertirá sin que lo perciba en el lugar de tránsito que ya fue, víspera en el faro encendido, inminencia en la casa de los alisios.

Elevada a la categoría mitográfica, la Isla se convierte en vacío, como la realidad misma, como el pasado. Espacio vacío destinado a ser recubierto por las ficciones.

Ese vacío tiene nombre, pero es innombrable. No hay más que girar a su alrededor. La existencia es aproximación desde los frentes del círculo al epicentro. También el rebote, la ola devuelta.

El vacío es inabordable, como los escollos de Escila y Caribdis. Lo llamaron Ausencia, y en los extremos del mundo lo situaron, en el río Océano, que ciñe el cosmos. Dijeron que era el reino de Cronos, y morada de las almas de los héroes a quienes se les preserva la fragilidad eterna. Otros creyeron columbrarlo en la ruta que según los celtas conduce al Paraíso y al Infierno, la boca perforada entre las aguas del océano. Otros lo ubicaron sobre el horizonte de poniente en forma de intensas, deslizantes nubes. Ptolomeo le dio el nombre de Aprositus y lo colocó en las Islas Afortunadas.

Pero el vacío, debido a un impulso fundacional, trastoca sus entrañas, de las que emerge una isla, y convierte en vacío las extensiones colindantes.

No hace falta buscar afuera tales paisajes. Tienen un símil en lo inmediato, como en el experiencia que nos retrotrae al cero absoluto. Sólo a partir de aquí, con la muerte emergida desde dentro, desentrañada, nos es posible volver a zarpar, a sabiendas esta vez de que la isla que abandonamos, la isla física o la página en blanco, es el silencio ubicuo de las sirenas por entre las que bogamos.


1. Este ensayo forma parte del libro de ensayos, Aurora y Exilio. Escritos, 1980-2006 (2007), editado por la Obra Social y Cultural-Caja Canarias, para su Colección La Caja Literaria. Analecta Literaria agradece al autor su  amable autorización para republicarlo en edición digital.


JOSÉ CARLOS CATAÑO. Poeta, narrador, ensayista, artista plástico y crítico de arte. Nació en La Laguna, Islas Canarias, el 30 de agosto de 1954. Licenciado en Filología Románica por la Universidad de Barcelona, colabora en publicaciones internacionales  con textos sobre creación y teoría de las artes. Ha comisariado también exposiciones de artes plásticas como Trilateral (Frederic Amat, Carlos Pazos y Jaume Plensa) y Travesías (Yamandú Canosa, Leopoldo Emperador y Francesca Llopis). Su actividad como artista plástico ha sido presentada con exposiciones individuales en Barcelona, Las Palmas de Gran Canaria y Santa Cruz de Tenerife. En su faceta como  traductor de poesía catalana  contemporánea ha traducido a  Vicenç Altaió, Arnau Pons, Albert Roig, Víctor Sunyol, Andreu Vida. Su obra en la escritura consta de poesía, narrativa, diarios y ensayo: Poesía: Jules Rock (1973);  L'Oreille Qui Voit Tout (1975);  Disparos en el paraíso (1982.); Muerte sin ahí (1986);  El cónsul del mar del Norte (1990);  A las islas vacías (1997);  En tregua (2001);  El amor lejano. Poesía reunida, 1975-2005 (2006);  Lugares que fueron tu rostro (2008). Narrativa: El exterminio de la luz (1975), Premio de Edición Benito Pérez Armas de Novela; Madame (1989); De tu boca a los cielos (1985), 2ª edición (2007). Diarios: Los que cruzan el mar. Diarios, 1974-2004,  (2004); Ensayo: Antología poética de Saulo Torón (1990);  Casi tal cual. La fotografía de Humberto Rivas (1991); Escritos, colección Pasos Sobre el Mar (1994);  Aurora y exilio. Escritos, 1980-2006, (2007); Cien de Canarias. Una lectura de la poesía insular entre 1950 y 2000 (2009). En 1974 obtuvo  el Premio de Edición Benito Pérez Armas de Novela con El exterminio de la luz, escrita por su heterónimo Pórfido Santos John (1ª edición: Ediciones Nuestro Arte, Santa Cruz de Tenerife, 1975; 2ª edición: Taller de Ediciones JB, Madrid, 1975) Ha ofrecido conferencias en Italia, Méjico, Uruguay, Francia y Serbia entre otros países. Ha ejercido un papel activo e importante en la difusión de la cultura canaria en el exterior como director en Barcelona del ciclo El Papel de Canarias y como impulsor de iniciativas similares en colaboración con el Departament de Cultura de la Generalitat de Catalunya y la Fundación La Caixa. Su obra ha sido estudiada, entre otros libros, en Littératures espagnoles contemporaines, G. de Cortanze (Université de Bruxelles, Bruselas, 1985), Poesía española (Siglo XX), J. Marco (Edhasa, Barcelona, 1986), Cent ans de littérature espagnole, G. de Cortanze (Editions de la Différence, París, 1989), Lectura de poesía canaria contemporánea, J. Rodríguez Padrón (Colección Clavijo y Fajardo, Islas Canarias, 1991), Antología europea, F. Doplicher (Editore Avezzano, Roma, 1991), Historia crítica de la literatura española, F. Rico edt. (Editorial Crítica, Barcelona, 1992, Historia de la literatura española y latinoamericana, G. Sobejano edt. (Alianza, Madrid, 1993), Antología de la poesía canaria contemporánea (1940-2000), M. Martinón (Instituto de Estudios Canarios, Santa Cruz de Tenerife, 2003), The Cambridge History of Spanish Literature, D. Thatcher Gies (Cambridge University Press, 2004), Campo abierto: El poema en prosa en España entre dos siglos, M. Agudo Ramírez y C. Jiménez Arribas (DVD Ediciones, Barcelona, 2005). En enero de 2009 fue elegido miembro honorario de la Academia Canaria de la Lengua.